Stanley Romanos el Evangelio de Dios

Stanley Romanos el Evangelio de Dios es un comentario de 128 páginas sobre el libro de Pablo, a los Romanos en la Biblia.

«Pablo, siervo de Jesucristo.» No era siervo de ninguna sociedad ni de ningún partido, sino de Jesucristo. ¡Cuán pocos pueden seguir a Pablo en estas cuatro palabras, y sin embargo cuánta importancia tienen, si el servicio ha de ser aceptable para Cristo! ¿Has reflexionado acerca de esto por lo que respecta a toda tu vida y servicio? Esto significará una diferencia capital en el día del galardón. «Llamado a ser apóstol» debería ser «apóstol por llamamiento». Cuando el Señor Jesús lo llamó, no fue para que se dirigiese a los demás apóstoles y así ser educado, preparado u ordenado para que fuese apóstol; no, sino que fue constituido apóstol en el acto y sin autoridad humana alguna. Fue llamado a actuar y a predicar como apóstol porque lo era, no para que llegase a serlo (cp. Hechos 26:15-19; Gálatas 1:10-16). Así Pablo fue «apartado para el evangelio de Dios». Bien sabía el Espíritu Santo cómo todo esto sería trastornado en aquella misma Roma. Sí, este mismo versículo es de la mayor importancia para nosotros si queremos hacer la voluntad de Dios. Debemos recordar que Pablo había sido apóstol durante un cierto tiempo cuando el Espíritu Santo lo separó y envió a una gira especial de servicio con la aprobación de los ancianos (Hechos 13:1-4). Aquí vemos a Pablo como siervo de Jesucristo, apóstol por llamamiento, apartado para el evangelio de Dios. Esta palabra «apartado», o separado, tiene un gran significado —separado del mundo, de la ley y del judaísmo a las gloriosas buenas nuevas de Dios. En esta epístola no tenemos el tema de la iglesia, sino del evangelio de Dios. La iglesia no era tema de promesa, pero el evangelio sí («que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras»). A partir de Génesis 3 y en adelante, las Escrituras contienen abundantes promesas tocantes al evangelio de Dios, «acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo».

¡Que esta bendita Persona sea siempre el principio y el fin del evangelio de Dios que predicamos! Él «era del linaje de David según la carne». En Él, como Hijo de David, se cumplían todas las promesas. ¡Qué manifestación del amor de Dios! El Santo fue hecho carne (vino a ser hombre verdadero), descendiendo de Su gloria eterna en medio de una raza caída y culpable bajo pecado y juicio, y en Su estado de humanidad sin pecado, ¡fue a la cruz! En Sí mismo enteramente puro, y, sin embargo, fue hecho pecado para llevar todo el juicio contra el pecado hasta la muerte, y descendió así a la muerte misma y nos liberó del poder que de derecho tenía sobre nosotros, porque Él nos ha liberado de nuestras iniquidades. Aunque Él se hizo hombre en semejanza de carne de pecado; sin embargo, Él no «nació en pecado» y no estaba contaminado, al revés que nosotros, que hemos nacido de «carne de pecado» y que formamos parte de la humanidad caída, de la humanidad pecadora.

Él fue siempre el Santo de Dios, y fue por ello determinado, o «declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos». Contemplemos al Hijo de Dios, puro e incontaminado, a lo largo de todo Su camino aquí abajo, no solo en Sus benditas acciones, sino también en Su naturaleza, santa, en conformidad al Espíritu de santidad. Así, aunque en medio del mal, Él vino en amor hacia nosotros, y vino a participar en simpatía de todo el dolor que el pecado ha introducido y fue tentado desde fuera en todo según nuestra semejanza; pero en Sí mismo, Su santa naturaleza estaba totalmente exenta de pecado. Todo esto quedó patente en el hecho de que, tras haber cumplido nuestra redención, Dios lo resucitó de entre los muertos. Personalmente, la muerte no tenía derechos sobre Él —no le podía retener. Por cuanto Él era según el Espíritu de santidad, Dios, en justicia, tuvo que levantarlo de entre los muertos y recibirlo a la gloria. Él había glorificado a Dios en la naturaleza humana, y, como hombre, está ahora resucitado de entre los muertos según el Espíritu de santidad, y allí está ahora en el cielo, el Hombre que ha glorificado a Dios. Debemos comprender claramente lo que Él es en Sí mismo, y luego comprenderemos mejor lo que Él ha hecho por nosotros y lo que Él es por nosotros ahora, resucitado de entre los muertos. Esperamos poder examinar estas verdades más adelante. De este Santo resucitado de entre los muertos, Pablo había recibido «la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre».

Es importante observar esto que sigue: Todo lo que Pablo fuese como apóstol, todo lo había recibido por gracia. ¿No había resplandecido el Señor, irrumpiendo en su camino en un favor puro y gratuito, en el mismo momento en que estaba enfurecido —sí, enfurecido sobremanera— contra Cristo? ¿Acaso el Señor no lo había llamado y había hecho de él de una vez Su apóstol escogido a los gentiles, en un favor gratuito, inmerecido? ¿Y no es en principio lo mismo en cada caso? Sea cual sea el servicio que podamos desempeñar para Cristo, ¿no es acaso la misma gracia, el mismo favor gratuito? Así era como el Apóstol contemplaba a los santos en Roma. A ellos se les había mostrado esta misma gracia. «Entre quienes estáis también vosotros, llamados de Jesucristo» (Gr. —cp. RV). Así la gracia resplandece con toda su plenitud. Aquel que había ido al encuentro de Saulo en su camino a Damasco, Jesucristo el Señor, también había llamado a cada creyente en Roma. «A todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».

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